NOVENA BIENAL DE LA HABANA

Las arenas del recuerdo

A mediados del siglo XX, la Argentina atravesaba procesos políticos, sociales y culturales que dejarían su impronta en las décadas posteriores, expandiéndose incluso hasta nuestros días. De difícil lectura y comprensión en el exterior, el peronismo cargaría las tintas de lo comunicacional; un hecho histórico tan criticado como respaldado y defendido. Una política de difusión de slogans donde la niñez resultaba un tema recurrente, logró permanecer y conservarse en las cabezas de toda una generación. Dejando de lado al circulo cerrado de los niños educados en los colegios religiosos, el resto se empapaba de consignas que excedían la capacidad cognitiva de esa franja, pequeños argentinos y argentinas que aprendían a leer al mismo tiempo que esas leyendas invadían los medios y los espacios públicos.

Esta introducción al trabajo de Susana Beibe y Griselda Ferreyra en la lX Bienal de La Habana, tiene que ver con ese período, evocado en sus obras desde su tarea artística, por lo que resulta necesario ampliar el campo de visión del contexto en el que se originaron esas
vivencias. Esos recuerdos, esos años tan particulares en la vida de toda una generación, están presentes en las imágenes que, evitando las asociaciones simples, se convierten en un testimonio nupcial de la historia argentina.

En las plazas y los parques, pintados en troncos -que oficiaban de cerco- o en paneles imposibles de no registrar, se podía leer: “Los únicos privilegiados son los niños”. Determinar si lo fueron o no será tarea de los historiadores, pero el paso del tiempo difícilmente logre erosionar el estribillo de “haber recibido el primer juguete en ese período” sonando en aumento proporcional al nivel de pobreza.

Verdadero o falso, el recuerdo cobra otro valor y otra dimensión contrapuesto en los años siguientes. Cuando ser niño era pasible de ser “desaparecido” o hijo de “desaparecidos”; la tragedia que sobrevino veinte años después, con un régimen militar que decidía “apropiarse” de los niños y ejecutar a sus padres; es entonces cuando esas frases pintadas en las plazas se hacen creíbles y necesariamente rescatables.

Griselda y Susana comparten una generación, pero vienen de realidades diferentes, juntas nos proponen un ta te ti del recuerdo y de las evocaciones de infancia. Realidad rural por un lado y realidad urbana por el otro. Para Griselda, el recuerdo de la tierra inmensa -por momentos el barro- de La Pampa, queda atrás al desembarcar en la mítica “Capital”; el lugar donde comienzan a intercambiar las piezas de un rompecabezas, alineadas en forma horizontal y vertical, de distintas formas y colores, que la vida adulta se ocupará de
eliminar con el paso del tiempo, recuperadas hoy con el friso compositivo que presentan. Cuando logra rescatar esas instancias, la obra adquiere valor como el entramado de dos evocaciones que pasan del ámbito personal al colectivo casi simultáneamente. Es ahí donde resisten al olvido los sube y baja, las hamacas, las bicis y los areneros, el único reducto con referencia al desconocido mar y a la tierra de “adentro” para los niños urbanos.

Susana y Griselda registran esos parques que hoy subsisten como reductos preservados del cruel “progreso urbano” que arrasó, junto con esos sitios, sonrisas, juegos, inocencia y ganas de aprender. ¿A que jugábamos cuando jugábamos? es una apelación; un grito de
alerta de lo mucho que hay que andar para que esos espacios sigan existiendo. ¿En que otro sitio, sino, puede un niño desarrollar su privilegiado camino a la socialización?

El parque es el único espacio lúdico donde el niño prolonga esos juegos, esa diversión y esa interacción social propia del jardín de infantes, cuyo nombre –etimológicamente- también refiere a esas plazas públicas, democráticas y generosas. Es necesario destacar en el trabajo de Ferreyra y Beibe la presencia del color y la forma de la tierra, montando la realidad del campo a la realidad urbana de la gran ciudad. Las veredas de tierra de La Pampa, los baldosones de Buenos Aires. Mundos diferentes de grises y ocres, de ruidos y silencios. Los juegos en esas veredas, esos juegos que se jugaban sin nada.

¿Se animara el público a jugar con estas obras? Si lo hace, se enfrentará con las huellas de un tiempo recuperado en una profunda vocación por el arte. El desafío queda planteado; y como siempre el arte revierte y desordena nuestra historia, nuestros recuerdos personales, que se mezclan, se confunden y en ocasiones felices, se recuperan.
Vale la pena intentarlo.

Diana Saiegh
Febrero de 2006